Momento supremo del conde

El Señor habla sobre la relación entre el Padre y el Hijo

1. El conde, completamente fuera de sí ante el gran recelo de un posible engaño y también temeroso de Mi Persona, no consigue asimilar Mi explicación. Sólo tras un cierto tiempo de lucha interna en la que su espíritu rompe todos los lazos consiguiendo así extenderse sobre el alma que lo envuelve, balbucea:

2. «¿Es... eres... Tú? ¿Tú?... ¿El Señor eterno de todo lo que espacio y tiempo abarcan?... ¿El Señor de todo lo que existe por encima del espacio y del tiempo, y que vive en libertad eterna?... ¿El que percibe con visión perfecta las impenetrables profundidades de tus creaciones milagrosas? ¡Mi Dios, Dios mío! Yo, gusano miserable, una minúscula partícula de polvo, ¿estoy ahora delante de Ti, el Maestro eterno y santo de las infinitas obras milagrosas salidas de tus manos todopoderosas?... ¿Estoy ahora delante de mi Dios, Creador, Padre y Salvador Jesús? ¡Venid vosotros, espíritus felices y ayudadme a sentir las impenetrables bienaventuranzas celestiales, a sentir lo que significa que una criatura se encuentre por primera vez frente al Creador! Además, no es concebible que Él hable como un hombre modesto, llevado por su propio Amor, y te trate como el mejor hermano trata al suyo.

3. ¡Oh criaturas que deambuláis por múltiples vericuetos en la superficie terrestre y al final de vuestra abrumadora peregrinación os encontráis cabizbajas en medio de un destino incomprendido, sin saber a dónde dirigiros! ¡Venid aquí, y en vuestros corazones reconocer a Dios en Jesús, el Salvador amoroso, y todos vuestros problemas en la corta vida de prueba se resolverán fácilmente!

4. El verdadero y justo conocimiento de Dios os enseñará cuán poco necesita la criatura para orientarse a su presencia, volviéndose sumamente feliz. No os peleéis como perro y gato por las cosas terrenales, perecederas, sino antes que nada aspirad al Amor de Dios y a una comprensión justa. Amaos como verdaderos hermanos y hermanas, como hijos de un Padre eternamente santo, un Padre cariñoso, bueno y dócil. Y conseguiréis así para vuestros corazones mucho más de lo que os puede dar el mundo entero.

5. ¡Dios mío! ¡Cuánta felicidad con esta compañía Tuya y qué fácilmente han sido olvidadas todas las miserias sucedidas en la Tierra! Ahora me gustaría exclamar en voz alta: ¡Venid, millones, sean enemigos o amigos!, ¡tengo ganas de abrazaros!».

6. Después de decir estas palabras en el más elevado arrebato de amor, cae de rodillas, junta las manos y dice: «Mi queridísimo Jesús, déjame adorarte eternamente. Ahora percibo que tan sólo alabándote ya se siente la mayor bienaventuranza. Que cada elemento de mi ser te ame eternamente. Y te rindo alabanzas de gratitud por todas las pruebas dolorosas que me hiciste pasar, pues sé que fuiste movido por tu inmenso Amor.

7. Mi querido Jesús, también yo fui un hijo perdido, y sólo conseguí volver a Ti mediante grandes miserias. ¡Pero ahora estoy a tu lado! Acéptame en tu Reino como el ínfimo y sé también misericordioso con todos los demás hermanos. Y, si fuera tu Voluntad, haz que mi familia en la Tierra más bien pierda toda su fortuna que arriesgarse a volverse demasiado indigna de Ti y, a lo peor, a olvidarte del todo».

8. Digo Yo: «Levántate, querido hermano y no hagas tantos aspavientos. Has de darte cuenta que Yo no he cambiado por que Me reconozcas. Nuestras relaciones serán las de hermanos sencillos y modestos.

9. Soy Dios, el Ser eterno, lleno de Sabiduría, Poder y Fuerza, y tú sólo una criatura surgida de Mi Omnipotencia. Tu espíritu es sin embargo idéntico a Mí, habiendo entre nosotros la misma correspondencia que hay entre Padre e hijo o entre hermano y hermano. Por tu alma —que ahora es tu ser exterior— eres un hijo para Mí, y por tu espíritu eres un hermano. El alma surgió de la Luz primaria de mi Sabiduría y es infinitamente inferior a esta Luz, pues es creada. Por eso ante Mí —que en el fondo del fondo soy puramente Amor— el alma es un hijo. Pero tu espíritu —que es Mi Amor mismo en ti, con lo que también es mi propio Espíritu— es mi hermano integralmente. Pero deja de reflexionar sobre este asunto y levántate para que me acompañes junto a los demás».

10. El conde, levantándose lentamente, dice: «¡Oh, Padre! ¡Qué infinitamente bueno eres! ¡Si al menos fuera capaz de alabarte a la altura de tu Santidad!».

11. Digo Yo: «Cálmate, hermano, y deja las alabanzas exageradas. Tu corazón es la mayor alabanza y el mayor agrado para Mí. Todo lo demás forma parte más o menos de la beatería que tanto me importuna. ¡Vamos!».

Fuente: Roberto Blum, tomo 1, capítulo 146, recibido por Jakob Lorber